Cristina, entre los recuerdos y el olvido

La finca de Na Cristina debe tener entre dos y tres siglos de antigüedad y su construcción se ha supeditado en todo momento a las necesidades existentes. Es por ello, y por la escasa historiografía al respecto, que hoy resulta tan difícil establecer una cronología más o menos precisa que explique el resultado final. La visitamos de la mano de Miguel Gandia, quien parece convoiado de ver a alguien que se interesa por aquel lugar que, a pesar de no ser de su propiedad, le siente como suyo. No en vano ha nacido allí y se ha pasado toda la vida haciendo de medianero.

La entrada principal da acceso a un patio que sitúa al visitante delante por delante de las diferentes dependencias que se abren por todos lados. Se trata de un espacio amplio, ganado por la hierba que crece sin ningún tipo de contención. Al otro lado del patín se encuentra la parte más antigua de la casa. Aquella donde antes vivían los medianeros y que queda junto a la vivienda que ocupaban los dueños.

Según se entra a mano derecha, al empezar el patín, hay un espacio que queda por debajo del resto y al que se puede acceder por una escalera dañada. Allí en el fondo todavía perviven los restos de un antiguo corral que en su momento resguardó varias cabezas de ovejas y cabras.

Nosotros entramos en la casa por la construcción que cierra el patín por su parte de poniente. Es una de las construcciones más recientes de todo el edificio y cuenta con un establo, un pozo y una paliza en su parte superior. Pero la sensación que nos rodea no es del todo placentera. Nada más adentrarnos en el edificio nos damos cuenta de la gran distancia que separa el mundo que describe Miguel del actual estado de las cosas que narra. Por todos lados hay señales del paso implacable del tiempo. Mientras fuera crece la hierba sin control dentro se amontona los escombros por aquí y por allá. Por todas partes se encuentran trastos y algunas partes del edificio han comenzado a descolgarse de los lugares correspondientes. La sensación de pérdida es total y nos acompañará incluso en las conversaciones posteriores a la visita. Subimos escaleras arriba hasta el sequío. El estado del suelo es tan malo que sólo podemos avanzar por allá por donde nos indica Miguel. El espacio es diáfano y carente de paredes, como ocurre en aquellas estancias señoreadas por el aire. Tiempo era tiempo allí se secaba de todo: higos, algarrobos, almendras, aceitunas e incluso pasa de caqui. Productos que eran introducidos desde el exterior gracias a un sistema de poleas.

Al volver al patio nos adentramos en el edificio que antes ocupaban los medianeros. Allí dentro nos mima la sombra placentera de un recibidor ancho que tiene en una de las partes, según se entra a mano derecha, un hogar bien ancho y abierto. Al otro lado hay una puerta que esconde detrás de sí unas escaleras que bajan hasta la bodega. Se trata de una construcción excavada a mano, de forma alargada y coronada por un techo en forma de bóveda hecha de cal, mortero y piedras. Revestida con baldosas que hace tiempo que han desistido de su función y que ahora caen poco a poco.

En el recibidor hay una escalera que comunica esta parte de la casa con aquella que ocupaban los dueños cuando venían a la finca. Solían venir, sólo, para cumplir la mesada. Normalmente en agosto o septiembre. El resto del tiempo le pasaban en la ciudad de Valencia. Resulta curioso observar la poca distancia, apenas unas pocas escaleras, que separan dos mundos tan distintos. Aquí las estancias son higos de otro costal. Por todas partes se intuye el lujo, a pesar del evidente declive. Se ve en los muebles, en la decoración de las paredes y, sobre todo, en la capilla que se abre desde esa parte estando. Fue construida hacia los años 40 y de la capilla original sólo quedan las pinturas de Carlets.

La última de las visitas que hacemos en el inmueble resulta ser la guinda del pastel. Se trata de un balcón que se abra a levante. Desde allí se dominan las vistas de la finca con sus campos recientemente resucitados en manos de un sobrino de la familia. Los únicos límites que se imponen a la mirada son los de aquellos mojones de piedra que delimitan nuestra región: al fondo el Benicadell, el Montcabrer y la Mariola majestuosa. La Serra Grossa por la banda de tramontana. Ciertamente nos encontramos en un espacio privilegiado. La finca, según nos hace saber Miguel, cuenta con un espacio de unas 1.400 hanegadas entre tierras de sierra y cultivo. Tanto es así que los mojones que delimitan la propiedad por el norte llegan hasta los pies mismos de la ermita de Sant Esteve.

Cristina, como cualquiera de las otras fincas del término, fue hasta no hace demasiado tiempo autosuficiente. La distancia respecto al pueblo y las malas comunicaciones hacían inviable visitar al pueblo todos los días. Así que sus habitantes tuvieron que esforzarse por extraer de la naturaleza lo que ésta les ofrecía. Había, por un lado, los recursos que suponían la principal aportación económica. Se trataba de los cultivos de la viña, el olivo y el almendro, principalmente.

En 1975 empezó el declive de la finca, recuerda Miguel ya estas alturas continúa su ocaso inevitable. En los últimos años sólo ha sido visitada por Miguel que ha trabajado duro para salvar de ella lo que podía. Pero ese trabajo ha resultado ser como la lucha contra los molinos. Un esfuerzo en vano de alguien capaz de revivir los días de esplendor que vivió y conoció. Aquellos días que no van a volver.

Jordi Mollà y Quique Mollà. Grupo para la divulgación del patrimonio cultural, material e histórico: Ontinyent Rural.