El huerto de Muñoz Molina

Hace unos días me topé con una imagen por Instagram (alias, la feria de las vanidades) que me llamó profundamente la atención. Era una instantánea de un autor que estoy leyendo intensamente este año en un contexto en el que no esperaba encontrarlo. Se trataba del autor, columnista y académico Antonio Muñoz Molina en el huerto de su casa con un enorme tomate en la mano recién recolectado y esbozando una sonrisa de satisfacción, en lo que yo percibí como una escena triunfal de quien recoge al tiempo los frutos al esfuerzo previamente realizado.

Guardé esa imagen con cariño en mi memoria visual y deslicé el dedo para encontrarme con otras imágenes más manidas como las paellas de amigos, los pies en la playa frente al mar o los selfies en la Torre Eiffel. La imagen de un autor que ha sido galardonado con los premios más importantes de la literatura española exhibiendo triunfal unos tomates de su huerto me llevó a reflexionar sobre la importancia del producto de proximidad y lo natural, el verdadero lujo que supone probar productos cultivados con paciencia, con el cariño de quien va a ser su consumidor final y con el sabor de las cosas bien hechas.

La imagen me hizo reflexionar sobre la sobreabundancia de productos en una pequeña parte del mundo y la extrema escasez en el resto del globo. En este contexto, la mirada de Muñoz Molina hacia los productos de un huerto familiar adquiere un valor político y ético. El escritor no habla solo de tomates, sino de una forma de estar en el mundo: de escuchar la cadencia de los ciclos naturales, de aceptar la espera, de aprender la lección de la paciencia y valorar los pequeños frutos que nos ofrece. Está destinado al consumo inmediato, a la gratitud, a la memoria de lo esencial.

Nuestra ética como consumidores se ve reforzada en estos gestos mínimos. Elegir entre un tomate brillante pero insípido, producido en serie, y otro irregular, con cicatrices en la piel, cultivado a pocos kilómetros o en un huerto propio, no es un mero acto de compra. Es una declaración de principios. El primero pertenece a la cadena del consumo global, donde lo importante es la apariencia y la estandarización; el segundo reivindica la diversidad, la proximidad, la historia detrás de cada alimento. Tal y como percibo a Muñoz Molina en su huerto, valorar un fruto auténtico significa valorar también el trabajo que lo hizo posible, el tiempo invertido, la tierra que lo nutrió.

La deriva actual del consumo nos ha llevado a una paradoja: mientras acumulamos productos, perdemos experiencias. Nunca habíamos tenido tanta oferta de alimentos y, sin embargo, rara vez saboreamos de verdad. Nos hemos habituado a comer deprisa, a consumir sin conciencia, a confundir necesidad con deseo. En ese sentido, el huerto de Muñoz Molina me transporta a un escenario totalmente opuesto: cultivar exige tiempo, atención, respeto. Y el resultado, por modesto que sea, devuelve un placer genuino, imposible de reproducir en la lógica industrial.

Con ello no quiero promulgar ningún ascetismo ni la renuncia total a las comodidades de la vida contemporánea. Lo que está en juego es otra cosa: la capacidad de ejercer un consumo consciente, de recuperar un criterio propio en medio de la avalancha de estímulos publicitarios. Se trata de reconocer que cada elección de compra es un gesto político, una manera de relacionarnos con el entorno. Optar por un producto local, de temporada, cultivado sin agotar la tierra, es también una forma de resistencia frente a la lógica del derroche.

La literatura de Muñoz Molina se caracteriza por esa mirada ética que atraviesa lo cotidiano. En sus textos, la contemplación del huerto no es un refugio idílico, un beatus ille, sino una brújula moral. Al detenerse en un tomate, el autor nos recuerda que la dignidad está en los detalles, en lo que no se compra compulsivamente, en lo que reclama atención y cuidado. Y esa lección resulta urgente en un mundo donde la prisa, la ansiedad y la abundancia artificial nos han hecho olvidar lo simple y lo verdadero.

El futuro de nuestra relación con la naturaleza dependerá en buena medida de la educación del consumidor. No bastan las políticas medioambientales ni las campañas institucionales si no hay un cambio profundo en nuestra manera de desear y de comprar. Volver a valorar un tomate del huerto, unas habas recién desgranadas, una manzana recogida en su estación, no es un gesto menor: es recuperar la conciencia de que el ser humano forma parte de un ecosistema frágil, no de un mercado infinito.

Antonio Muñoz Molina nos ofrece, al detener su tradición veraniega de releer el Quijote para recoger los frutos de su huerto, la lección de aprovechar los frutos que nos ofrece la tierra, de saborear también este verano que ya agoniza. Tal vez debemos invitarle el año que viene a que compita en Ontinyent por el mejor tomate y deleitarnos con su compañía.

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