Nos suele pasar que cuando hemos finiquitado nuestra Setmana Gran, solemos sentarnos a reflexionar y sentenciar todo aquello que ha acontecido. Somos especialmente críticos con nuestra forma de dilucidar cuál sería la panacea a aquellos problemas que pasan a ser males cuando perjudican tiempos y se someten a temperaturas infernales.
Como siempre, acabo en alguno de esos círculos en los que se comenta qué se debería cambiar para estar más cerca de la perfección. Pero debemos recordar que la perfección no existe, ya que depende de nuestra percepción y la interpretación de la experiencia. A esto le sigue el pragmatismo de un público que demanda espectacularidad continuada y la negativa intrínseca del festero que se aposta tras su alegato de “si jo pague, tinc que ixir”.
Este año, como no podía ser de otra manera, ha saltado una vez más el tema de l’Entrà. Acaba siempre azotada por nosotros mismos, que vemos en ella un acto que reclama una imperante necesidad de ajuste en tiempo y forma, y la queja ya sabida del público. “Teniu una Entrà molt aborrida”, me han llegado a decir. “Quan passa la Capitania, se’n tornem al poble perquè sempre és lo mateix i l’Ambaixada la vegem per la tele”, me comentaba alguien enterrando mi gozo. “A vore si ara que sou internacionals es poseu les piles”. Confieso que me entró mucha pena, porque sé lo que cuesta poner en la calle una Entrà como la nuestra, pero también sé que no es la primera vez que se nos reclama una evolución acorde a quienes nos visitan y a en quienes nos hemos convertido.
Porque ya no somos el Ontinyent de antes. Somos más grandes, más inteligentes, más creativos, más importantes, más íntegros y más leales a nuestros principios. Si queremos compartir nuestra identidad y nuestra cultura y que resulte tan atractiva como seductora a quienes vienen a conocernos, debemos practicar la empatía y la bondad con más intensidad. Debe haber una solución que acabe con este soniquete persecutorio que año tras año nos lapida a fiesta pasada.
El futuro pertenece a quienes creen en la belleza de sus sueños. ¿O no queremos ser un verdadero referente de los Moros y Cristianos? ¿Qué cabo de escuadra no quiere que le aplaudan con entusiasmo? ¿Qué Primer Tro no busca una grada llena que lo reciba? ¿Qué escuadra no espera despertar admiración por ese traje especial por el que han pagado y están sudando como nunca? Porque nosotros, los festeros y las festeras, también echamos de menos un público entregado; no olvidemos que el botón de “encendido” lo tenemos nosotros, pero… ¿les damos lo que quieren?
Propuestas, muchas. Polémicas, todas. Seguramente armarían un revuelo similar al que generó eliminar el Carrer Major hace 24 años, se me ocurre. Digo yo… ¿Y si parte de esa población festera fuera público algún año y se rompiera las manos aplaudiendo al resto de los suyos a su paso? ¿Fifty fifty en años alternativos para no eternizar la espera? ¿Se podría hablar de una cuota especial para quienes renuncian a l’Entrà? ¿Se crearía el “efecto cultivo” entre el público, que suele seguir a la primera palmada? ¿Enriqueceríamos las sensaciones de ambos? ¿Equilibraríamos las necesidades de todos?
Mentiría si os dijera que solo se ha hablado de esto. También nos inquietan cosas como la unificación de los nombramientos de los cargos que se repite en l’Esmorzar de la Llàgrima y el Pregó, dilatando la duración de los dos actos. O el temor a la masificación de nuestra emblemática Entrà de Bandes en el maravilloso momento “Chimo”. O la carnavalización de los Alardos…. Hay para todos los gustos. Y nosotros, como siempre, trataremos de aprender. Otra cosa será que lo acertemos. Pensemos siempre que lo mejor está por venir. Esa es la actitud.